El agua tiene estas cosas. Un día falta y hay que sacar a los santos en procesión y elevar rogativas, y al día siguiente se ... nos mete en casa, como ocurrió el domingo. Lo normal es que nunca llueva a gusto de todos, incluidos los de campo, que viven de ella y pasan buena parte del día mirando al cielo, pero no como usted y yo que miramos las nubes por si tenemos que sacar o no el paraguas. Quizás antes lo de la lluvia fuese más previsible, pero ahora es algo que se nos escapa y como dice un conocido llueve cuando le da la gana y como quiere. O sea, cuando menos se lo espera uno. Así, desde luego, lo de trabajar la tierra se complica notablemente. En fin, que estaba uno el domingo viendo como un bobo llover mientras en la provincia se desbordaban arroyos, se llenaban charcas y embalses, las cascadas se volvían locas y los ríos arremetían contra los ojos de los puentes que encontraban a su paso. Hubo gente que lo pasó mal y quien tuvo importantes pérdidas. El agua tiene estas cosas.
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Caminamos hacia el 26 de enero y el recuerdo de aquella riada de San Policarpo en 1626. No fue la única riada en la Historia de Salamanca, ni mucho menos, pero fue tremenda. Se perdieron vidas y haciendas, y un notable patrimonio salmantino que estaba extramuros. Incluidos varios arcos del Puente Romano, que dejó de serlo totalmente. También es una reliquia de entonces los restos de la iglesia de San Lorenzo a la entrada de la Vaguada de la Palma.
Algunos documentos sugieren que el Puente Romano hizo de presa, el agua retrocedió y ahí vino el lío con 452 casas arrasadas y edificios históricos dañados, obligando a sus ocupantes, como los carmelitas descalzos, los trinitarios, agustinas y compañía, a buscar sede dentro de la ciudad, según las crónicas de Manuel Villar y Macías, Mari Nieves Rupérez Almajano o Jacobo Sanz Hermida. Resistieron el Colegio de la Vega, el convento mostense y el de la Merced Calzada y pare ahí. El Pantano de Santa Teresa –hoy por encima del 80% de su capacidad—puso algo de sosiego en los años sesenta a un Tormes cuyas aguas serían delgadas, limpias y sanas, como aseguró Gil González Dávila en su libro de Salamanca; tendrían buena pesca, como proclamó Lucio Marineo Sículo, y hasta puede que fuesen purgativas, como defendió Bernardo Dorado y más de un pícaro, viajero y estudiantes pudo comprobarlo, pero esas aguas tenían un genio de mucho cuidado.
Estos días he coincidido con muchos paisanos haciendo fotos del Tormes a su paso por la ciudad crecido y con cara de sorpresa, anegando el parque de Nebrija y lamiendo los cimientos de Santiago cerca de la Ribera de Curtidores. Pero no me deje usted atrás al arroyo del Zurguén, que ha hecho estragos en Aldeatejada y si hubiese habido lavanderas en nuestros días más de una hubiese estado en un apuro, al igual que muchos vecinos del Arrabal.
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Hay fotografías de época de barcas por las calles del barrio rescatando vecinos y animales. Aquel Zurguén que fue sede de poetas de la Escuela de Salamanca ha sido una zarpa terrible estos días. Toca lanzarse a ver el Meandro Melero, el Pozo de los Humos, las cascadas del Huebra o el Uces, ver correr arroyos casi olvidados y disfrutar de charcas y humedales. Con cuidado, eso sí. Dejarse abducir por el espectáculo del agua y recordar los versos de don Miguel de Unamuno: “De Salamanca cristalino espejo, retratas, / luego sus doradas torres/ pasas solemne bajo el puente viejo/ de los romanos y el hortal recorres/ que Meléndez cantara...”. Porque las aguas salmantinas han inspirado a escritores y hasta han alumbrado a personajes como Lázaro o Tomás Rodaja, luego Licenciado Vidriera. Han sido espejo de Salamanca, como bien retrató Conrad Kent en su libro sobre el perfil de Salamanca, y algún pintor se ha atrevido con ellas.
Quizá el agua aparezca esta tarde en el Liceo durante la presentación del libro “La época de Nebrija en Salamanca”, que viene a ser una octava del año del Gramático. No se la pierda. Habrá mucho sabio.
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