A los de la E.G.B., cuando nos explicaban la base de la economía, nos decían que el sector primario era el de la agricultura, la ganadería y la pesca. Para alguien como yo, nieto de agricultores y ganaderos, aquello no era más que ... la constatación de la importancia de quienes madrugaban más que nadie, para plantar o criar lo que nos daba de comer a diario. En aquel entonces ya intuía que lo llamaban primario, por lo necesario, por lo primordial, porque todos sus productos eran y son de primera necesidad. No sé cómo lo darán ahora en la ESO, pero desde luego, los niños de hoy no podrán tener la misma sensación viendo las protestas de esos madrugadores agricultores y ganaderos, que se acuestan cada noche sin saber cómo van a levantar sus explotaciones.

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Los problemas de esos miles de trabajadores, que algunos paniaguados han intentado lapidar con palabras como “carcas” o “terratenientes”, no son nuevos, aunque hayan estallado ahora. Estos días gracias a sus silbatos, a sus pancartas y desgraciadamente, a los porrazos que recibieron los extremeños, hemos sabido que los precios de la patata o el repollo se multiplican por siete en el mercado. Y también que el pollo, el cordero y la ternera triplican sus importes en el súper. Si a esto le unimos que los márgenes de las grandes superficies rondan el 3%, es fácil concluir que el disparate se comete en el trasiego del producto por las mesas de los intermediarios. Y es sencillo también deducir que el campo da dinero y que la renta acaba en un bolsillo distinto al del que se agacha para coger el producto de la tierra.

El campo ha sobrevivido durante muchos años con la respiración asistida de la PAC y los salvavidas de las subvenciones, impulsadas por los distintos gobiernos para evitar el ruido de los tractores. La quiebra de hoy ha explotado por los precios. Pero el problema del campo es mucho más profundo. Es estructural. La atomización de la oferta, los elevados costes de producción, la nula respuesta ante el enemigo externo o la concentración de la distribución son solo algunos de los problemas de la interminable lista de amenazas que lo han ahogado. El drama generalizado es una tragedia en Salamanca. No imagino a ningún pueblo de esta provincia sin sus tierras de labor y su ganado. Su ruina es la sequía que mejor alimenta el desierto demográfico.

No sé si estamos a tiempo. Pero la sangría no se frena con parches. Hace falta un plan nacional de futuro. Con compromisos de todos los actores implicados. Aunque me temo que eso no ocurrirá. Sospecho que el Gobierno intentará frenar la crisis con alguna ayuda puntual, que acabaremos pagando los consumidores. Todo menos tratar al campo como nos enseñaron en cuarto de E.G.B. Como el sector primario, el que nos da de comer. Eso es lo que todavía no hemos aprendido.

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