Las cuarentenas de ahora ya no son como las de antes. Durante las pestes de siglos anteriores, hemos tenido constancia de testimonios más o menos ... terroríficos acerca de los procedimientos para atajar contagios o, en su caso, aislar a los apestados. En las pandemias era habitual sellar las ciudades y, dentro de ellas, los barrios. Al frente de cada distrito se colocaba un responsable, digamos, municipal, con plenos poderes, y se apostaban guardianes en cada calle. Nadie podía salir de las casas. El funcionario las cerraba desde fuera y custodiaba la llave. Los habitantes se las apañaban por su cuenta con los suministros y provisiones. Disponían de una especie de conducto autorizado por donde se introducía en las viviendas la cantidad correspondiente de pan y vino. El resto de los alimentos se subían en una cesta mediante polea. Solo se permitía salir a la calle en circunstancias excepcionales, debidamente justificadas y bajo supervisión oficial. De cuando en cuando se pasaba lista desde el exterior y los moradores asomaban a ventanas para demostrar que seguían vivos y se encontraban libres del zarpazo del mal. La disciplina era de lo más estricta. Así se evitaban los contagios, o al menos se aminoraban sus efectos. Una vez concluida la cuarentena, las llaves volvían a sus dueños y la vida tornaba a la normalidad.

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El coronavirus de ahora nos ha pillado en mejores circunstancias. No ha habido necesidad de recurrir a medidas extremas. Con excepciones, como los toques de queda a tiros en Filipinas, los confinamientos a garrotazos en India o la flagrante conculcación de derechos y abusos de poder en países supuestamente civilizados. Con todo, como dice Judith Butler, conocida filósofa de la Universidad de California, la pandemia ha dado pie a muchas preguntas que deben responderse desde la ciencia, la ética y la política. Para esta académica una de las consecuencias del covid-19 es el fortalecimiento de los ideales de solidaridad. Otra, la imperiosa necesidad de que los poderes gubernamentales sean responsables, de que sepan discernir y ponderar en la balanza el difícil equilibrio entre seguridad y libertad.

No es casual que de nuevo asome el vidrioso concepto de “biopolítica”, utilizado por Foucault para referirse a una nueva concepción del Estado como gestor de las vidas de sus ciudadanos en tanto que individuos dotados de derechos. Lo contrario sería la “necropolítica”, es decir, la gestión de la muerte. Y de esto en Europa ya hemos tenido tristes experiencias. Creo que hay dos conceptos básicos que deben revisarse aprovechando la dura lección de esta crisis pandémica: la verdad y la ciencia. Y cuando la ciencia no pueda responder a todas nuestras preguntas, al menos que nos digan la verdad. Es lo mínimo a lo que tenemos derecho.

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