Nada, no soy capaz de sacarme de la cabeza el yo para para ser feliz quiero un camión, que, sabrá, es una canción con varios ... añitos encima que popularizó en su momento Loquillo, alias de José María Sanz, líder de los Trogloditas, uno de los matrimonios más exitosos de esa parte de la Movida que fue el rock and roll más vintage, y que nos ha visitado varias veces. En realidad, la canción es de Sabino Méndez Ramos, extraordinario compositor y escritor, que luego Juan Mari Montes me dice eh, qué pasa. Pues eso, que a base del paro camionero canturreo sin parar el ya clásico protagonizado por un tipo que quería un camión, tatuarse el pecho, ir en camiseta, mascar tabaco, escupir a los guardias y meter mano a su chica. Un tipo rudo al modo americano, que no se corresponde mucho con los camioneros y camioneras que conozco. Me pregunto, a la vista de la actualidad, si quien cantaba entonces “quiero un camión” lo querría hoy, cuando las cuentas no les salen ni al derecho ni al revés. Trabajan a pérdida, dicen, como lo hacen también los profesionales agropecuarios, y así de perdidos al río o mejor al paro, a dar la turra por calles y carreteras, y estrangular la circulación de mercancías para ver si alguien se entera de lo suyo. Son los mismos camioneros “esenciales” de la pandemia —¿recuerda?— que luego no encontraban abiertos lugares para desayunar, comer o darse una ducha. Los mismos que llevan advirtiendo de sus problemas desde hace meses, siendo ignorados o casi. Ahora toca rock and roll al ritmo del garaje, que era el nombre de aquel álbum de Loquillo y sus Trogloditas que incluía la dichosa canción que no me saco del casco.
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El camión es el primer vehículo que nos fascina en la infancia –sobre todo si es de bomberos—y el que nos levanta la moral cuando sabemos que transporta jamones, vinos o cervezas, por ejemplo. La economía funciona cuando se ven camiones por las carreteras y volquetes por las ciudades. Son una pista de dónde se come bien por esos mundos de dios, por más que Serrat o Miguel Ríos digan que es donde hay “Mercedes”. Llevan la alegría a las fiestas cuando son escenarios de la verbena o transportan el ganado para las corridas y encierros. Uno sigue pitando al camionero que te ayuda a adelantarle a modo de gratitud, haciendo el ganso cuando se refleja en un camión cisterna repulido y después de tanto ir y venir reconozco “escuderías” de camiones, flotas con nombre propio o camiones reconocibles por un nombre en la visera o la puerta, y no puedo evitar una sonrisa cuando reciben el agua bendita de San Cristóbal. Conozco camioneros que eran felices ejerciendo su profesión, aunque luego jurasen como arrieros (sus antepasados) por los dolores de espalda, el poco descanso, la escasa vida familiar y viajes interminables, y hoy no lo son en absoluto. Hoy, un camión no da la felicidad y tampoco dinero por lo que dicen sus propietarios, hartos de trabajar a pérdida y no ser debidamente escuchados. Y por eso, el pollo que se ha montado y del que ya veremos cómo salimos. O más bien nos sacan.
Qué fuerte lo de José Gómez Asencio. Ayer dictando cátedra sobre Nebrija y hoy platicando con él en el Parnaso de los filólogos. Aquel Nebrija era mucho Nebrija, ya lo dice García Jambrina, también filólogo, en su último Manuscrito. Odiado y admirado. Pepe era admirado y este año era especial para él. El año Nebrija con Denis Rafter o el Centro de Estudios Salmantinos. Y se esperan citas muy notables por ello y por los veinte años del 2002.
P.D. No podía quedar Salamanca al margen del Día Mundial del Agua con su Lunes de Aguas, su Camino de las Aguas, un Tormes cuajado de historias, mitos y leyendas, y un despliegue de ríos en el callejero. Un poco más de lluvia hubiese sido la traca final, pero el año está como está.
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