Cuando a finales de diciembre pasado Garzón –ese ministro cuya inutilidad lleva precinto de garantía— levantó gran polvareda acerca del consumo y la calidad de ... la carne española, podía haber echado mano de algún argumento literario para respaldar sus asertos. Y ya que las declaraciones se las hizo a un periódico británico, no hubiera estado de más traer a colación a Shakespeare, cuando en una de sus obras, Noche de Reyes, dejó dicho que “comer demasiada carne de buey perjudica la inteligencia”. Cualquiera diría, a juzgar por sus actuaciones, que el tal ministro no se ha alimentado de otra cosa en su vida. Pero, claro, esto entra en el terreno de la especulación. No faltan, en cambio, testimonios shakespeareanos en los que se alaba la buena mesa y se ensalzan las virtudes de los distintos tipos de viandas a los que sus personajes les hincan el diente con fruición. Lo de la carne de buey debió de ser una licencia poética del bardo de Stratford.

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Con Garzón me pierdo. No sé si este superfluo ministro peca de candor o de ignorancia. Porque tras la escandalera provocada, no solo no se desdijo, sino que, en terca contumacia, ratificó sus aseveraciones para sonrojo de una parte del Gabinete (la otra comulga con los principios de la austeridad gastronómica). O sea, ni enmendar, ni remendar, ni remedar; si acaso, enmierdar, que diría Macron. Allá se las tenga el presidente que lo sostiene vegano-vagante, no cesante. A raíz de la zapatiesta, un mandamás autonómico, socialista por más señas, aludió a matar moscas con el rabo en tiempos de ociosidad. Yo apelaría, siguiendo el benevolente razonamiento, al dicho de que en boca cerrada no entran moscas. Más vale pasar por tonto callado que por listillo hablador en exceso.

Por desgracia, todos los perezosos propenden al dogmatismo. Lo mismo les sucede a los ignorantes. Y ejemplos como el del sujeto que nos ocupa no resultan excepcionales en las altas esferas de la gobernación. No cejan en su empeño, sino que son como el ratón en un barreño de pez, que cuantos más esfuerzos hace por liberarse, más se embadurna. En este mundo de contradicciones, ambigüedades y medias tintas surge de cuando en vez alguien que habla claro. Garzón lo hizo dejando en el aire lo de las macrogranjas, de imprecisa definición legal. Más le hubiera valido estar callado. Entre otras cosas, por no contradecir a su jefe, ese que tiene en su mano apearlo del consejo de ministros. No lo hará por fidelidad a la cuota podemita. A lo más que llega es a cantar las excelencias de un imbatible chuletón. Garzón seguirá en sus desvaríos. Concluyamos, pues, con otra reflexión de Shakespeare: el desvarío es ruina de los sanos, pero esencia de los locos. Sobrevuela la duda de si es mejor un tonto listo que un listo tonto. O un chulo que un chuletón.

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