Eran esos tiempos de la difusa primera adolescencia. Cuando solo quieres encontrar una pandilla y pasar tiempo con ella, aunque sea para aburrirte.
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Salíamos un ... par de horas por la tarde los sábados, al abrigo de la geografía conocida que en cierta forma protegía la sombra gris del colegio.
A pocos metros estaba un bar de esos con futbolín. Allí estábamos mi amigo y yo echando un interminable uno contra uno hasta que, mala suerte, cayó por allí el capitán de la calle.
Un opositor a chungo cuya leyenda se agrandó cuando precisamente fue expulsado del colegio, o se le había invitado a no continuar, que estas cosas no siempre estaban claras. «Venga, pringaos, los dos contra mí».
Puso su moneda de 25 pesetas sonoramente contra un borde de la mesa metálica y aquello a mí (al que los arcanos del futbolín de palancas, efectos e incluso sombreros que otros manejaban con soltura, siempre me estuvieron vedados) me sonó como el estampido del sello oficial de una condena.
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No por previsible, la masacre fue menos intensa. Una a una las bolas fueron cayendo, todas en nuestra portería. Así que, «hala, parguelas, a pasar por debajo y dejarlo todo bien barridito».
Y yo que qué era eso de pasar por debajo. Y él que era la tradición y que habíamos quedado a cero y que había que barrer.
Y yo que no, y él, en una escenografía ensayada de hampón, se quita el reloj y enciende el cigarro y sonríe mientras me echa el humo en la cara... Pero como en la canción de Sabina, por suerte en el barrio había un general.
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Un repetidor, con el que mantenía cierta camaradería porque le dejaba copiarme en los exámenes, que llegó en el momento justo para renegociar, de chungo a chungo, una salida digna: se repetiría el partido, dejando claro que marcador a cero implicaba pasar debajo del futbolín. «El chaval no sabía la costumbre».
Libramos al final de una pura humillación de la que nada se podía aprender.
Ojalá todas esas costumbres estúpidas vayan quedando absorbidas por la evolución.
Supuestas tradiciones que se nos indigestan en el periódico, la tele o el móvil. Torturas salvajes a animales, vejaciones, usanzas majaderas de quintos o supuestas bienvenidas grupales. Si siempre se ha hecho así, siempre se ha hecho mal.
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Nos hemos sobrecogido con la berrea coreografiada desde las ventanas de un colegio mayor.
Pese a las disculpas (tras el escándalo), lo vemos un símbolo de normalización grotesca del insulto, el machismo (¡su aceptación por las propias víctimas!) y el tufillo a códigos propios de las presuntas élites con recurso a la carta de la tradición.
Pues ni toda tradición es buena, ni todo lo que se repite es una tradición.
Vale para novatadas o para esa Nochevieja Universitaria que imagino que otra vez nos amenaza y que la ciudad debería aprovechar el paréntesis vivido para quitarse de encima.
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