SEGÚN la novela Fahrenheit 451, esta es la temperatura –en grados Fahrenheit, no Celsius— a la que arden los libros y el papel en ... general. A lo largo de la historia este tipo de llamaradas se ha repetido muchísimo, unas veces por accidente, otras por ignorancia y otras por vesania pirómana. Grandes bibliotecas del mundo se han transformado en pavesas llevándose consigo obras que atesoraban parte del conocimiento de la humanidad. En las memorables escenas de El nombre de la rosa aún nos impresionan las lenguas de fuego que acabaron con la biblioteca de la abadía benedictina recreada en la novela de Eco y en la película de Annaud. Sin ir tan lejos en el tiempo, el pasado mes de abril un pavoroso incendio arrasó con la Biblioteca Jagger, todo un símbolo de Ciudad del Cabo y de su universidad. Miles de publicaciones, que incluían libros antiguos, manuscritos, folletos, carteles y documentos de incalculable valor histórico y etnográfico fueron pasto de las llamas, junto con centenares de películas y documentales. Una pérdida incalculable para una de las mejores universidades del continente africano, fundada en 1829. Parece ser que todo comenzó con un incendio forestal en las proximidades.

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El pasado mes de julio la bibliocaseta de Ciudad Rodrigo sufrió uno de esos actos vandálicos tan frecuentes en nuestra civilizada, culta y educada sociedad. Supongo que, en aras de la física, estaríamos ante un experimento destinado a comprobar de forma empírica en qué momento podían arder los libros contenidos en ella, habida cuenta de la altitud, presión y temperatura ambiente. Ardieron. Prueba superada con éxito. O puede que los noctívagos autores no estuvieran de acuerdo con el libro de Roberto Calasso ‘Cómo ordenar una biblioteca’ y quisieran partir de cero para un futuro resurgir de las cenizas a modo de Ave Fénix en versión libresca.

No solo arden los libros. En este mes de agosto los incendios han reducido a cenizas bosques y poblaciones en Grecia, Turquía y, ¡cómo no! en California (si es que todavía queda allí algo sin quemar). Y Argelia y otros muchos lugares. En España, arde lo que no se supo –o no se quiso— limpiar cuando había que hacerlo. Con frailuna resignación asistimos año tras año a ese habitual tributo de bosques humeantes.

Tanto fascistas como comunistas han sido muy aficionados a esto de pegarle fuego a los libros. Hay multitud de documentos gráficos que muestran la saña con la que miembros de ambos extremismos políticos jalean la humareda que sale de las piras de libros ardiendo en plena calle. En el caso de Ciudad Rodrigo lo más probable es que no haya detrás de la barrabasada ninguna de las dos ideologías mentadas, sino simple y descerebrado gamberrismo propio de madrugada etílica. Por supuesto, de Ray Bradbury ni flores.

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