Ahora que estamos a punto de finalizar los plazos para abrir la bolsa y dejar que la Agencia Tributaria confisque una parte de nuestras magras ... rentas, despierta dentro de mí una inmensa compasión por los ricos, aunque ellos se las apañen para escurrir el bulto todo lo que pueden, dentro de la legalidad, por su puesto. Y no como los viles mortales, que hemos de hacer donación forzosa al Estado de casi la mitad de lo que ganamos. Al menos, eso es lo que dicen las estadísticas: entre impuestos directos, indirectos, IRPF, sucesiones, donaciones, sociedades, patrimonio, municipales, autonómicos, especiales, alcoholes, hidrocarburos y otros, arrimamos al Tesoro en torno a un cuarenta por ciento de lo que percibimos. Grosso modo. Si a mí me cuesta una llorera cada junio (siempre me sale a pagar) no quiero imaginarme cuántas lágrimas derramarán quienes deban aportar miles (o millones) al fisco. O sea, los ricos también lloran.

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Sabemos que desde la pandemia se ha incrementado el número de multimillonarios repartidos por todo el mundo. Y, por el contrario, los pobres se han visto multiplicados como las estrellas del cielo y las arenas del mar (que dice la Biblia a propósito de los descendientes de Abraham). El consuelo de los pobres es que para entrar en el reino de los cielos los ricos deberán antes pasar por el ojo de una aguja, camello incluido. Pero ya se las apañarán para contratar algún cerrajero que en “b”, sin factura, les agrande la oquedad por la que puedan transitar holgadamente hacia la gloria. Felices ellos. Como Epulón. Ni migajas le daba a Lázaro, el indigente que reptaba bajo la bien surtida mesa del codicioso ricachón. O como Craso, el gran especulador inmobiliario de Roma, que, por cierto, también anduvo por Hispania aprendiendo a medrar con el ladrillo y, visto lo visto siglos más tarde, creó reputadísima escuela.

En su Utopía Tomás Moro denuncia las desigualdades entre los ricos, que son minoría, y los pobres. Los ricos, dice, se confabulan para procurarse comodidades abusando de los menesterosos y pagándoles lo menos posible. Se le atribuye a Erasmo de Rotterdam que las riquezas no pueden ser amasadas sin que haya pecado de por medio. Al final, los ricos lo son porque ya nada echan en falta. Tal vez en ese estado utópico los potentados siguen la máxima de mi abuela: el que ahorra cuando tiene gasta cuando quiere. Murió pobre.

Montaigne escribe en uno de sus ensayos que las madres mexicanas les decían a sus hijos al nacer: “Hijo, viniste al mundo para pasar trabajos: resiste, sufre y calla”. Pocas posibilidades, pues, de llegar a ricos. Y, no obstante, entre las mayores fortunas del planeta está la de algún mexicano que, evidentemente, desoyó el aviso. En fin, que siempre hay más ricos entre los ricos que entre los pobres.

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