Durante las largas semanas en las que nos vimos confinados a causa del virus puñetero -semanas que ahora parecen lejanas, pero que sin duda nos ... marcaron y llegaron a desesperar- muchos hogares experimentaron una inusitada actividad culinaria. Era una forma de combatir el forzoso enclaustramiento, además de cubrir la pertinente labor nutricia. En consecuencia, se probaron nuevas recetas, se retomaron otras casi olvidadas y hubo quien sintió irrefrenables ansias de experimentar con la elaboración del panem nostrum quotidianum y sus derivados en forma de bizcochos, galletas, empanadas y otros productos colaterales de los que no se dice nada en el Pater Noster (si es que alguien recuerda todavía los latinajos de esa emblemática oración o los del Credo Apostolorum). Buena prueba de esa febril actividad repostera fue la temporal desaparición -prontamente subsanada- en los supermercados de levaduras, algunos tipos de harinas y otros ingredientes necesarios para el “panificio”.

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El primer día que el aroma de la cocción de un pan amasado con harina de fuerza y levadura industrial invadió mi cocina, no pude por menos de desempolvar de los pliegues de la memoria el recuerdo de mi padre levantándose aún de noche en pleno verano para amasar decenas de kilos de harina que se habrían de transformar en apetitosas hogazas. Aunque en el pueblo eran muchas las casas que hacían el pan en su propio horno, en verano el tiempo dedicado a ese menester se empleaba con mayor rendimiento en las penosas labores de la siega y recogida de la hierba. Había que aprovechar el llamado “mes de la hierba” para aprovisionar los pajares con vistas a los largos inviernos. Así pues, era más rentable comprar directamente el pan horneado por manos ajenas y dedicarse de lleno a segar, esparcir los marallos, atropar, cargar y acarrear hasta el postigo.

Al amanecer salía mi padre con la guadaña al hombro, pero antes ya había encendido el horno y dejaba preparada una tanda que mi madre se encargaría de sacar en su momento. Con largas palas de madera (que aún conservo) extraía las hogazas a medida que la tonalidad dorada del pan indicaba el punto óptimo de cocción. Luego, las depositaba con cuidado para que enfriaran. El mayor manjar era poder encetar un pan aún humeante y soplar la miga antes de llevarla a la boca. A los rapaces se nos insistía en los riesgos del pan caliente, que podía dar dolor de barriga, pero sospecho que esas advertencias tenían como finalidad impedir las furtivas dentelladas que, rebojo a rebojo, dejaban temblando la hogaza. Una variedad muy apreciada por los críos era la torta caliente, con capas de aceite y azúcar, y el bollo preñao, que al hincarle el diente liberaba bermejos reguerillos por las comisuras de los labios. Benditas grasas en tiempos de carencias.

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