Estos últimos días, con el revuelo y las expectativas creadas ante el nuevo gobierno, en el que según las lenguas viperinas y de papel cuché ... hay cohabitación de parejas de hecho, de derecho y de conveniencia en casta coyunda –el refranero nos recuerda que el que por su gusto es buey, hasta la coyunda lame--, el asunto de la “independencia leonesa” se ha enfriado un poco.
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De sobra sé que, tal y como están las sensibilidades por estas áreas geográficas, me puedo meter en un berenjenal. Pero trataré de ver el asunto de la manera más objetiva posible, dadas las circunstancias, después de haber leído y oído respetables opiniones de personalidades provenientes de los diferentes ámbitos, profesiones y estratos de la sociedad castellana y leonesa (obsérvese que respeto la cópula, y no como algunos tertulianos y/o voceros que se ciñen escuetamente al guion y nunca mejor dicho lo del guion).
Hay un hecho para mí incontestable. El sentimiento de pertenencia a León y de defensa de lo que se considera singularidad de sus intereses existe en toda la provincia y es transversal. Desde el empresario hasta el agricultor, desde el comerciante hasta el ganadero, quien más y quien menos en la provincia se siente leonés (y español, por supuesto). “León sin Castilla funciona de maravilla” y “Alza el rabo, León”, se decía. Pero ese sentimiento no se corresponde con la distribución autonómica en las tres provincias que muchos leonesistas invocan. El sentimiento leonés, creo, apenas existe en Zamora y mucho menos en Salamanca. Lo único que unifica a las tres provincias es la aversión a Valladolid, algo que como pegamento identitario resulta endeble.
¿Pudo haber sido León una autonomía uniprovincial? Sí. Como lo fue Asturias, Rioja o Cantabria, por ejemplo. Como estuvo a punto de serlo Segovia. Pero los políticos de la época (con Rodolfo Martín Villa, leonés, por cierto y muñidor del acuerdo) consideraron conveniente el totum revolutum so pretexto de que hacía falta una autonomía grande y fuerte que contrarrestara el poderío y las pretensiones de los vecinos norteños vascongados, mucho más díscolos y aprovechados.
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Puede que el mapa autonómico actual sea defectuoso. Y como un edificio de cimientos endebles, a estas alturas solo cabe apuntalar. Tal vez en un futuro más o menos lejano se replantee ese esqueleto vertebrador de España durante décadas, pero ahora –y con las ansias secesionistas de algunas regiones a flor de piel— no es el mejor momento para remover el avispero, por más que surjan políticos demagogos, pescadores en río revuelto, que quieran asegurar votos en las próximas elecciones. Por eso, Dios nos libre de los políticos ambiciosos, de los administradores públicos caprichosos y, ya puestos, en esta época del año, también de las corrientes de aire.
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