No me equivoco al afirmar que el lector conoce el relato mitológico de Narciso. Esa historia en la que un joven vanidoso y engreído es castigado a enamorarse de su propia imagen reflejada en el agua. Tal es su amor por lo que ve en ... el espejo, que, al no conseguir alcanzarlo, termina por quitarse la vida. Esta leyenda histriónica, con un mensaje moralista, permite entender alguna arista de la sociedad mediática en la que vivimos inmersos.

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Las redes sociales han supuesto una vuelta de tuerca a la espectacularización de la vida social que comenzaba con la llegada de la televisión. Para alguien de mi generación, que hemos crecido a la par que se han ido desarrollando estas plataformas, las redes sociales son algo intrínseco a nuestro ser desde que nos hicimos una cuenta en Tuenti. Y ahí, sin darnos cuenta, comenzaba nuestro ímpetu por la vida escaparate. Una vida vanagloriosa por y para un espectáculo irrelevante que acelera los plazos de consumo inmediato, y destinada a nutrir una función digital en la que todos compartimos un escaso protagonismo. Una carrera por compartir fotogramas de nuestra sonriente vida para obtener el protagonismo ajeno durante unos segundos.

Nosotras y nosotros nos sumergimos en un primer momento en una atmosfera que no tardaría en calar -con éxito- en el resto de las capas generacionales. Nuestras primeras cuentas en redes sociales, aunque desconectadas de debates absurdos sobre fundamentos científicos y bulos, suponían el comienzo de una parte claroscura de nuestro ser social. Nos mantenía conectados, reforzaba relaciones y llevaba la comunicación un paso más allá. Sin embargo, se plantaba la semilla de la egolatría digital. Y eso que aún no había influencers. Y para más inri, la llegada del internet de bolsillo supuso un giro hacia la superconexión constante, con la que se han acelerado los ritmos del hiperconsumismo capitalista de forma muy agresiva. Y digo lo de agresivo, porque vivir bajo los marcos estructurados de los casos de éxito que vemos en Internet puede llegar a ser agotador. Y en un modelo donde lo digital y lo físico son, en ocasiones, indiferenciables, la presión por cumplir con el tipo de ser que se es en las redes acaba por imponerse en el mundo real.

El problema no es querer la fama en las redes. Por supuesto que hay ególatras con pies de barro que están encantados de tener su cuotita de protagonismo dando lecciones de moral desde su perspectiva narcisista. Ya sea sobre vida fitness o sobre cuestiones políticas. Y eso que los primeros nunca abrieron un libro sobre nutrición, y los segundos, aunque se crean los más listos del mundo, no les preocupa nada más allá de su nariz y alimentar su cuenta. Porque si no fuese así, los del fitness estarían trabajando en algún sitio cualificado. Y los de la política pisarían más la calle. Y ojo, que no es nuevo. Siempre ha habido señores que, por haber tenido un cargo, escrito un libro o a saberse que, dan por hecho que tienes que conocerlos. Porque en su ego no caben dudas de que son la hostia. Personas que te preguntan por encima del hombro “¿pero usted sabe quién soy?” En un tono con el que casi se te obliga a hacer una genuflexión. Pues miren, no. No sabemos quiénes son.

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Pero, como digo, el inconveniente no es la fama. Estoy convencido de que la mayoría no quiere ni olerla. Es el modelo de vida que hay detrás. O eres alguien o no eres nadie. O te adaptas a las reglas arquetípicas, aceptando competir en un campo de batalla hostil, o automáticamente estás destinado a una vida de “fracaso”. Pues, usías, les diré algo que decía mi abuelo: “En este mundo de mierda, de cagar nadie se escapa. Caga el rico, caga el pobre. Caga el obispo y el Papa”.

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