Se veía de lejos que eran dos profesionales. Cada uno en lo suyo. Así que la colisión era inevitable. Sábado por la mañana, calle Zamora. ... El primero, un jubilado de libro. Pantalón color indefinible, sandalias, bandolera cruzada sobre camisa de manga corta. Funda para el móvil en el cinturón y gorra. Buscando pelea.
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El segundo, atuendo igualmente típico, de recadero de carnicería: pantalón y camiseta blancos, gorrillo, remontando con absoluta solvencia la cuesta hacia San Marcos en su bici. En la cesta posterior varias bolsas pendientes de entrega. Una mano en el manillar, la otra ocupada con el móvil. Pedaleo indolente, aunque no por ello menos eficiente, esquivando bancos, papeleras y farolas.
Juraría que sus miradas se cruzan en la distancia. Al fin y al cabo, son dos estirpes enfrentadas desde tiempo inmemorial. El primero calcula mentalmente la derrota de la nave enemiga en la carta náutica de su cabeza, mientras repasa mentalmente el argumentario que ensayó por la mañana ante el espejo, dispuesto a enjaretárselo entre los riñones al primero que le diera una mínima ocasión.
Todo esto pasa en realidad en unos pocos segundos. Doy por hecho el golpe y la consiguiente escena. Pero no. Cuando todo apuntaba al atropello, forzado por las circunstancias, el segundo da un brillante giro al manillar, sin levantar la vista de la pantalla del móvil –o a lo sumo dedicando un ojo a cada tarea– y deja elegantemente atrás al atropellado no consumado.
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No iba a ser tan barato, no obstante. El primero no se rinde y todavía grita con cierta ira la retahíla esperable: ¡es una calle peatonal, hay que mirar, los de las dichosas bicis os creéis con derecho a todo! (en una curiosa traslación a la máquina de la voluntad del dueño).
La escena no tendría seguramente nada de memorable si no fuera por la reacción del segundo. Sin perder una pedalada, sin volver la vista, ni alterar el gesto. Simplemente un sereno, pero sonoro: “a lo suyo, caballero”.
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Mucho más dolorosas las palabras que el peor atropello. Aunque yo las celebré con una media sonrisa en homenaje al ingenio y la educación. Tampoco pude evitar pensar en que las simpatías se hubieran repartido de otra forma si en vez de ser un currela, el ciclista llevara un modelo de 2.000 euros y malla aerodinámica. Todo es siempre cuestión de matices y de puntos de vista.
Cuando hace unos días el director me llamó para ofrecerme este rinconcito, no pude decirle de primeras si sería posible. Había que arreglar alguna cosa. Pero antes de todo eso yo ya sabía que esta sería la primera historia. Una historia que he ido tecleando estas mañanas en los mil pasos que más o menos separan mi casa de la redacción en la que me gano la vida, porque en esa distancia es cuando pienso mejor. Y quería empezar así para que cuando en el futuro me meta en un charco nadie tenga reparos en decirme: mejor a lo suyo, caballero.
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