No tengo pueblo. No sé si es malo o lo contrario, pero es como es. Mi infancia veraniega se ancla en las laderas de escombros ... de la Chinchibarra por las que descendíamos con alfombrillas de coches desgarradas, los saltos entre los restos a medio demoler de viejas casas, explorar los límites con una BH que siempre estuvo artrítica y, algo más tarde, saltar la valla del colegio para largos partidos clandestinos. La misma nostalgia dulzona que la de los que han tenido pueblo, solo que en el barrio.
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A la vida de los pueblos me acerqué mucho después. En los kilométricos recorridos de verano de redactor en prácticas, de fiesta en fiesta, y luego ya en el día a día, así funciona esto, por algún reclamo noticioso, a menudo en negativo.
Pero esta larga experiencia de observador externo —a la que he sumado por ósmosis matrimonial un acercamiento más personal a ciertos ritos y costumbres— me ha permitido sacar dos grandes conclusiones respecto a los pueblos: que todo el mundo piensa que el suyo es el mejor y que la inmensa mayoría de ellos tiene ante sí un futuro preocupante.
Si la despoblación es un problema grave general, en los pequeños pueblos es donde muestra su lado más salvaje, una sangría casi terminal. Oleadas de éxodo rural, concentración de servicios (que se fue llevando el médico, la escuela y hasta el bar), falta de oportunidades, olvidos, abandono.
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La espinosa ordenación del territorio es solo el cascabel en un gato moribundo: si nada lo remedia, en no muchos años empezarán a desaparecer esos pueblos de los recuerdos felices, de las canciones, de las novelas. Simplemente, ya no habrá un lugar donde volver.
La Asunción, San Roque, San Lorenzo han venido con guirnaldas en los balcones, música, toques de campana, gente por todas partes —«¿Estos son los tuyos ya? ¡Qué mayores!»— pero casi todo es cartón piedra. Un carpe diem de unas pocas horas cuyos restos tendrán que recoger esos últimos que resisten en la trinchera. Que se quedaron aún teniendo el médico a kilómetros, montando a los niños en el bus escolar cada mañana. Aquella chica que decidió emprender y tuvo que pelearse con el mismísimo presidente de Telefónica para tener internet. Los universitarios que montaron una huerta para probar porque al contrario que los de su pandilla nunca quisieron irse del pueblo. Son los héroes que mantienen el barco a flote. Y aunque no se puede exculpar a las administraciones por su falta de capacidad para haber traído un futuro, una solución, también podemos preguntarnos si no habrá algo más que hacer por nuestros pueblos más allá de volver cada verano y esperar que todo siga en pie. Reivindicar, empadronarse. Luchar. Aunque solo sea por que nunca falte esa verbena en la que tejer recuerdos bailando. A Víctor Manuel o el último reggaetón. Da igual, las orquestas siempre tocan la misma canción. A dónde irán los pueblos.
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